viernes, 6 de abril de 2007

PARA QUE NADIE DE MI ACTUAR SE OFENDA




I

Ahogado en un mar de cavilaciones, veía escurrirse lenta la noche aquel anciano de 75 años. El día debió haberle parecido larguísimo a pesar de lo cotidiano y rutinario de sus actividades domésticas. A lo lejos, un pedazo de luna dejaba caer como al descuido su incierta claridad sobre el pasillo y los techos de aquella casona trinitaria de rasgos arquitectónicos que denunciaban a las claras la presencia morisca.

De la habitación más próxima a la calle se escuchaba a veces la tos seca y pesada de su esposa quien, con la mano en los labios, hacía el mayor esfuerzo por no despertar a su compañera de lecho, una niña de rostro suave y apenas 6 años de edad. En una camita contigua yacía otra niña de algo más de un año, que a ratos daba vueltas como sólo una criatura de su edad sabe hacerlo.

Aquella noche del 27 de octubre de 1971 pudo haber sido una más para cualquiera, sin embargo, el viejo Juan Bautista esperaba la llegada del amanecer con esa mezcla extraña de alegría y dolor con que todo hombre entrado en años espera la aparición de un nuevo aniversario del día en que vio la luz por vez primera. Permanecía prácticamente inmóvil, en el mismo lugar donde tantas veces lo había sorprendido ese sueño reparador y bendito que esta vez se resistía caprichosamente a hacer su entrada. Su camastro pequeño abarcaba un tercio justo del espacio de aquella reducida pieza, que más bien parecía la continuación de una habitación mayor. Era un recinto sin ventanas, aunque sus tres puertas venían a hacer, en buena medida, las funciones de éstas. Cada una de ellas tenía sus características y su historia particular. La mayor de todas era, paradójicamente, la más insignificante. Daba paso al comedor de la casa y permanecía abierta casi siempre, a pesar de estar provista de una cortina de tela oscura la cual impedía la irrupción indiscreta de la luz.

La mediana, por el contrario, era una puerta sin cortinas, también abierta de manera permanente. Parecía más bien un pasadizo, pues al transgredirla aparecía ante nuestros ojos otra habitación, en este caso con ventanas. Se trataba del dormitorio de su esposa. En otros tiempos esa puerta fue testigo de las incursiones silenciosas del marido, presa del deseo de dormir junto al calor del cuerpo tibio de su mujer. El paso de los años las fueron haciendo cada vez más esporádicas hasta que terminaron por desaparecer.

Los años hacen cambiar a las personas y con ellas, sus hábitos. Por aquel entonces era habitual encontrársela a ella, a altas horas de la noche, releyendo un libro o adelantando costuras que por entonces sólo realizaba para sus nietas, al tiempo que sumergía su mente en el recuerdo de los días espléndidos en que era reconocida por todos en el pueblo como la mejor costurera de aquel lugar. Su esposo, por el contrario, no compartía tales hábitos. Él dormía toda la noche y se levantaba temprano para llevarle a ella el desayuno a la cama, el cual pasaba a ser un puntual intermedio de su sueño, el cual no concluía hasta bien entrada la mañana.

La puerta más pequeña podía perfectamente no estar. Permanecía cerrada todo el tiempo y daba al cuarto de la menor de sus hijas, mi madre. A nadie más que a ella le había tocado en suerte habitar con su prole aquella casona enclavada en la parte vieja de la ciudad.

Aquella noche, del cuarto matrimonial no salían los ruidos acostumbrados. Nadie dormía en él. Las horas transcurrían con una lentitud no acostumbrada, a pesar del frescor que convertía a aquella en una madrugada perfecta para el descanso en medio del calor del trópico.

El viejo Juan Bautista apenas había podido pensar en lo rutinario que podía llegar a ser el viejo y repasado acto de cumplir años. Sus ideas volaban en otra dirección y aquellos pensamientos eran de preocupación, como quien advierte algún peligro y trata de romperlo con un golpe de mente. Su vista fija en la imagen de San Judas Tadeo imploraba al santo su bendición y su apoyo para lo que se avecinaba. Pronto serían las seis de la mañana y saldría por fin de aquella incertidumbre.


II

No hay como la tranquilidad de la madrugada en los pueblos del interior de la isla. Sólo resulta interrumpido rara vez por autos esporádicos, la voz de algún trovador entregado a los placeres del alcohol y la nostalgia o el ladrido hiriente de los perros callejeros o de aquellos, guardianes de las propiedades de sus respectivos dueños.

Sin embargo, hay lugares de la ciudad en los que la madrugada no transcurre tan callada y solitaria, y uno de ellos es el hospital. Allí pasaban la madrugada padre e hijo, ambos preocupados por una causa común que paradójicamente les traería destinos diferentes. El hijo estaba a punto de volver a ser padre, y el padre, a punto de volver a ser abuelo. A ratos miraban por la ventana buscando alguna noticia de la parturienta. Querían saber cómo estaba de ánimos y si los dolores, en su ir y venir, anunciaban o no el deseado alumbramiento.

Eran mi padre y mi abuelo paterno. Devorados por la incertidumbre veían transcurrir las horas más largas de sus vidas. Estaban visiblemente preocupados y no sin razón. Hasta ese momento mi madre había alternado en sus partos el sexo de sus hijos, y éste que estaba a punto de venir debía ser por tanto un nuevo varón. Precisamente en este punto radicaba el problema, pues si bien las dos hijas hembras habían nacido sin contratiempos, los dos varones habían muerto de forma inesperada. El primero de ellos sólo vivió unos pocos días. Apareció muerto en su pequeña cunita una mañana sin que mis padres pudieran entender con claridad el motivo del fallecimiento. El segundo sólo alcanzó a vivir seis meses en el vientre de mi madre. Un aborto inesperado puso fin a las esperanzas de traerlo al mundo.

Otra vez se encontraban ante el peligro de perder una criatura. Mi padre, aunque no lo había comentado con nadie, recordaba muy bien las palabras de despedida de aquella santera de su pueblo el día en que pusieron punto final al romance que durante algún tiempo sostuvieron: "Si el hijo varón con que sueñas no lo tienes conmigo, yo me encargaré de que no lo tengas con ninguna otra mujer en este mundo".

Aquellas palabras que mi padre escuchara entonces con desdén e indiferencia, volvían ahora a su mente dejándolo preso esta vez del temor y las dudas. Siempre había sido un hombre incrédulo pero ya no tenía tan claras sus ideas. Para colmo, una semana antes, mientras tomaba el fresco de la tarde sentado en uno de los parques de la ciudad, una extraña señora salida sabe Dios de dónde, se le sentó al lado y le comentó en voz baja: "Señor, su esposa no va a poder parir. Le han hecho brujería para amarrarle la barriga". ¿Sería posible realmente que algo así tuviera cabida en este mundo? ¿Estaría envuelto de veras en una pesadilla de esta magnitud?

Mi padre decidió caminar para intentar apartarse por un momento de aquellas ideas tormentosas que no hacían otra cosa que amargarle su existencia. Pronto amanecería y, al parecer, mi madre no daría a luz a esas horas. Sus pasos lo encaminaron a casa. Allí sus dos pequeñas hijas dormían ajenas y felices. Recostó su cuerpo durante un rato para tomar fuerzas y luego de un café preparado a la carrera, regresó al hospital. Era la mañana del 28 de octubre. Al llegar al centro asistencial le avisaron que ya su esposa había dado a luz y que el parto transcurrió inmejorablemente.

Su hijo era un varón sano y lleno de vida, el cual se había ganado el nombre de Camilo, en honor del legendario Comandante de la Revolución desaparecido un día como aquel, pero de 1959. El primero en saludarlo fue su abuelo paterno, quien no se había movido de allí ni un instante. Lo miró fijamente un instante con sus ojos de viejo espiritista y luego dijo a mi madre: "Mi nieto tiene un espíritu africano a su lado que le está poniendo sus collares en señal de bendición"

La noticia del alumbramiento llegó rápidamente a oídos de los abuelos maternos, quienes gozosos daban gracias a San Judas Tadeo por la buena nueva, al tiempo que enviaban a la madre la recomendación de que por el bien de la criatura se le respetara el nombre de su santo patrón, el nombre de Tadeo.

Mi padre sonreía feliz con su mente libre de temores. No era cierto que el vientre de su esposa hubiese sido hechizado, todo había sido una preocupación tonta e innecesaria. Mi madre, sin embargo, había empezado a creer por primera vez que algo bien extraño y casi mágico le había sucedido. Además tenía firmes razones para pensarlo.




III

Cuenta mi madre que en cuanto la familia supo de su nuevo embarazo, el temor ante la presencia en su vientre de un nuevo varón y la posibilidad de la muerte de éste, como ya había sucedido en dos oportunidades anteriores, se hizo manifiesto de una manera más que evidente. Todos se empeñaban en amontonar razones para que desistiera de la idea de volver a intentar traer al mundo un hijo varón. La familia no se sentía preparada para resistir el dolor de una nueva pérdida que ya todos de antemano presentían.

Ante tal situación mi madre decidió visitar al famoso doctor Carlos Abel Ponce y Suárez del Villar, más conocido por Piro Ponce, para que pusiera fin al dilema familiar interrumpiendo aquel fatídico embarazo. Una vez en la mesa ginecológica el galeno reconoció a la paciente. El feto, es decir, yo mismo, me encontraba al parecer en el sitio más profundo del útero de mi madre como si presintiera de alguna manera el tremendo peligro que me acechaba. Piro Ponce, luego de pensarlo bien, se aventuró a decir: "Yo no te veo con cara de quererte sacar este hijo". Mi madre respondió con su silencio y su cara de tristeza. "Pues entonces párelo y que no se hable más del asunto". Desde entonces, a pesar de los miedos que todos albergaban, nadie se atrevió a pasar por encima de la autoridad del afamado médico.

La vida transcurría sin muchos contratiempos y la fecha del parto se acercaba. Mi madre ya tenía sobrada experiencia en esos menesteres así que pudo identificar perfectamente el momento en que se puso de parto y se marchó inmediatamente al hospital.

Una vez ingresada, esperaba entre risas la hora del alumbramiento pues la compañera de la cama contigua, barrigona también, la hacía reír con sus ocurrencias y sus historias, como son de conversadoras nuestras mujeres de campo.

Era la tarde del 27 de octubre y el horario de visitas había comenzado. Toda una avalancha de pueblo, armada de cuanta cosa pudiese facilitar la estancia en el hospital a sus familiares y amigos enfermos se podía advertir en los bultos de los recién llegados. Mi madre buscaba entre ellos alguna cara conocida pero no veía aparecer a nadie. Sospechaba que no tendría muchas visitas pues a nadie había puesto al tanto de su ingreso. Sus ojos se habían quedado momentáneamente cerrados cuando advirtió a su lado una vocecita desconocida que la hizo abrir nuevamente los ojos. Se trataba de una pequeña niña de apenas tres o cuatro años. Detrás había salido su abuela a darle alcance. Al atraparla, justo a los pies de mi madre, las miradas de ambas mujeres se cruzaron y en el rostro de la recién llegada se dibujó momentáneamente la sorpresa y luego la compasión.

Era una mujer de unos 60 años, de piel bronceada y rostro tierno. Sin perder mucho tiempo se acercó a mi madre y con voz compasiva le dijo: "Hija mía, así como tú estás no vas a poder parir". Mi madre no entendía ni una sola palabra. Entonces la señora, tratando de ser más clara aún le preguntó: "¿Tú no me conoces?, ¿De verdad que no sabes quién soy?. Yo soy Juana Marín".

Mi madre no podía salir de su asombro. En su vida había visto a aquella mujer legendaria, pero su nombre sí que lo había escuchado bien, unido a un montón de historias que hablaban de un poder en ella casi sobrenatural. Estaba tal vez ante la mujer más milagrosa de toda la región, y que estuviera allí hablándole, era para ella casi como un sueño. Sin pensarlo dos veces se puso en manos de la santa. Ella la ayudó a ponerse en pie y le dijo: "Acompáñame y no tengas miedo, que yo voy a salvar a tu hijo".

Se encaminaron al baño más cercano y aprovechando la soledad del momento, Juana Marín descubrió el abultado vientre, y a la vez que pasaba sus manos por él, casi tocándome a través de la piel de mi madre, pronunció una serie de frases que mi madre no llegó a entender. Cuando hubo concluido su trabajo, puso su mirada en el rostro de mi madre y le dijo: "Ahora puedes irte en paz que pronto estarás pariendo". Al día siguiente por la mañana vine al mundo como ya he contado pero nadie, solamente Juana Marín y mi madre, conocían de lo sucedido.

Muchos años han pasado desde entonces. El río del tiempo hizo de mí esto que soy, un hombre empecinado en contar historias y ésta es una de las que no podía dejar dentro de mí. Ahora trato de imaginar aquellas manos santas en el vientre de mi madre; manos que, al parecer, me salvaron la vida. Ya otros vendrán a explicarlo todo; yo sólo he dicho lo que sé y lo que he visto, para que nadie de mi actuar se ofenda.

TADEO

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Tadeo, qué impresionante historia!
Esa bendición que has recibido!
Chau un abrazo.

JOSÉ TADEO TÁPANES ZERQUERA dijo...

Hola:

Vaya, si te has leído esta tripa. Nadie se habia atrevido, jejeje. Un abrazo:
Tadeo

Luis dijo...

Muy buena denuncia, la forma simple de narrar, y el momento de cámbio que pusiste en el personaje, también buenos.


Saludos amigo!, compañero.

JOSÉ TADEO TÁPANES ZERQUERA dijo...

Hola Luis:
Es un placer tenerte por mi blog. La verdad es que no me siento un escritor como tal vez tú te consideres a ti mismo. Hay poco de literatura en esto que escribo. Simplemente he escrito las cosas que he sentido la necesidad de compartir, pero son vivencias personales y no de ficción. Pasaré a leerte por tu blog. Un abrazo:
Tadeo

Alimontero dijo...

Hola amigo, me has dado una gratísima sorpresa con tu visita!!
;)...;)
Estoy empezando a leerte y esta biográfia ha sido muy especial, me la he devorado toda, para serte franca no habia leído algo así, en los blogs, en lo que a mi respecta...
Historia ancestral maravillosa... la fuerza femenina en lo materno, como tambien la masculina, ademas de la presencia chamánica... debes ser un ser tremendamente especial Tadeo...; yo sé que todos los somos, me refiero que las fuerzas que te acompañan es lo que marcan la diferencia.
Tengo que decirlo: me has cautivado.. y eso que aun no he leído lo otro!!!!! que mas guardas queda por descubrir???
gracias por llegar...gracias!

Ali

JOSÉ TADEO TÁPANES ZERQUERA dijo...

Hola Ali:
No esperaba tenerte tan pronto por aquí. Por lo general me devuelven las visitas, pero me alegra verte tan pronto y me alegra saber que mis escritos no te han aburrido y que te has atrevido con ellos. Un placer. Aquí tienes tu casa. Besitos:
Tadeo

Dra. María Paz Fariña dijo...

Que tristeza para tus padres haber perdido a tus hermanos y ver sobrevenir esto sin saber muy bien si eran parte o culpa.

Me sorprende como las mujeres despechadas pueden actuar.
Y aún más con esos poderes entre sus manos, aunque me reconozco también incrédula, la historia es muy impresionante.

Eres bueno escribiendo, eso explica porque lo haces constantemente y en abundancia.

Se podría decir que ers un milagro de la santería hecho hombre.

JOSÉ TADEO TÁPANES ZERQUERA dijo...

Hola Pacita:
Dices que soy un milagro de la santería? Uy, no digas eso, en todo caso soy un milagro que Dios puso en brazos de mis padres. Creo que se merecían un hijo varón, lucharon por él y Dios se los dio. Luego hablaremos tú y yo de santería para que entiendas mejor de qué va esa religión. Besitos y gracias por tu lindo comentatio.
Tadeo

jorge xiques dijo...

Me ha gustado tu historia,En mis primeros áños de vida vivía cerca de tu casa y recuerdo la ceiba tremendamente inmensa que hay en el patio de mi antigua vivienda,donde vive actualmente mi prima Ania Y Su Mamá Gudelia Beltrán.Recuerdo los ladridos de los perros y tambien los gallos cantando de madrugada y al amanecer.cada vez que leo,los recuerdos afloran a mi mente,Tengo que felicitarte por la cantidad de recuerdos que atesoras y viertes en tus relatos,me impresiona la cantidad de nombres de antiguos compañeros que recuerdas ya a mi solo me suenan las caras.
hasta pronto.salud y suerte. jorge.