MI HISTORIA FAMILIAR
Esta mujer de la foto, es una de las grandes personalidades de mi familia. Se trata de mi abuela materna: Josefa Pomares Zerquera, a quien todos en mi ciudad natal conocían por Fifi la mexicana.
Mi abuela nació en Kinchil, cerca de Quintana Roo, Yucatán, México, en 1896. Mi bisabuelo, es decir, su padre, emigró de Cuba forzosamente, ante el peligro que pendía sobre él, de ser obligado a enrolarse en el ejército español para combatir a los insurrectos cubanos que el 24 de febrero de 1895, habían reanudado las hostilidades contra su metrópoli política.
Mi bisabuelo Eligio Pomares, era hijo de un oficial francés, quien llegó a México para defender el reinado del controvertido emperador Maximiliano I de México, quien terminó muriendo a manos de Benito Juárez y los suyos, fusilado en la ciudad de Querétaro el 19 de junio de 1867.
Muerto Maximiliano, sus soldados terminaron diseminados por las islas francesas del Caribe. Mi tatarabuelo de apellido Pomaret, dicen que terminó en la isla de Martinica, y allí se casó con Abelina Sirut, con quien tuvo a mi bisabuelo Eligio. En tierras americanas, su apellido Pomaret, se castellanizó convirtiéndose en Pomares.
Desde hacía un siglo atrás, ya otros Pomaret, habían probado suerte en la isla de Cuba, así que Eligio y su padre decidieron asentarse en la mayor de las Antillas. En Cuba, en la villa de Trinidad, conoció Eligio a su futura esposa, Felicia Zerquera.
La familia Zerquera era una familia muy singular. El abuelo de Felicia, era un negro esclavo que creemos nació en Cuba, hijo de negros esclavos traídos de algún rincón de África, y pertenecientes a la tribu de los mandingas. Se llamaba Manuel, y adoptó el apellido Zerquera de parte de su amo.
Todos los negros esclavos no gozaban de las mismas condiciones de vida. Los privilegiados eran empleados en las labores domésticas en las grandes casonas y palacios de las ciudades. Por su parte, los más desgraciados, eran obligados a trabajar de sol a sol en las plantaciones de caña de azúcar u otros cultivos.
Esta mujer de la foto, es una de las grandes personalidades de mi familia. Se trata de mi abuela materna: Josefa Pomares Zerquera, a quien todos en mi ciudad natal conocían por Fifi la mexicana.
Mi abuela nació en Kinchil, cerca de Quintana Roo, Yucatán, México, en 1896. Mi bisabuelo, es decir, su padre, emigró de Cuba forzosamente, ante el peligro que pendía sobre él, de ser obligado a enrolarse en el ejército español para combatir a los insurrectos cubanos que el 24 de febrero de 1895, habían reanudado las hostilidades contra su metrópoli política.
Mi bisabuelo Eligio Pomares, era hijo de un oficial francés, quien llegó a México para defender el reinado del controvertido emperador Maximiliano I de México, quien terminó muriendo a manos de Benito Juárez y los suyos, fusilado en la ciudad de Querétaro el 19 de junio de 1867.
Muerto Maximiliano, sus soldados terminaron diseminados por las islas francesas del Caribe. Mi tatarabuelo de apellido Pomaret, dicen que terminó en la isla de Martinica, y allí se casó con Abelina Sirut, con quien tuvo a mi bisabuelo Eligio. En tierras americanas, su apellido Pomaret, se castellanizó convirtiéndose en Pomares.
Desde hacía un siglo atrás, ya otros Pomaret, habían probado suerte en la isla de Cuba, así que Eligio y su padre decidieron asentarse en la mayor de las Antillas. En Cuba, en la villa de Trinidad, conoció Eligio a su futura esposa, Felicia Zerquera.
La familia Zerquera era una familia muy singular. El abuelo de Felicia, era un negro esclavo que creemos nació en Cuba, hijo de negros esclavos traídos de algún rincón de África, y pertenecientes a la tribu de los mandingas. Se llamaba Manuel, y adoptó el apellido Zerquera de parte de su amo.
Todos los negros esclavos no gozaban de las mismas condiciones de vida. Los privilegiados eran empleados en las labores domésticas en las grandes casonas y palacios de las ciudades. Por su parte, los más desgraciados, eran obligados a trabajar de sol a sol en las plantaciones de caña de azúcar u otros cultivos.

Un día, el amo de Manuel le consultó algo muy importante. Estaba a punto de embarcarse en un gran negocio y quiso saber la opinión de Manuel en aquel tema. El negro echó a tierra sus caracoles y le dijo a su amo: “Abandone ahora mismo ese proyecto, pues si lo lleva a cabo, su patrimonio correrá un grave peligro”. Su amo lo escuchó, y algún tiempo después, comprobó que su esclavo había acertado de pleno y que le debía el no haberse arruinado.Se sentía en deuda con él, así que un buen día lo llamó y le dijo:
-Manuel, estoy en deuda contigo y quiero recompensarte. Pídeme lo que quieras, que te lo concederé.
Está claro que para un hombre esclavo, no hay nada más importante que la libertad, pero Manuel no deseaba cambiar de vida, pues no era para nada una vida desafortunada. Después de pensarlo un poco, le dijo:
“Mi amo, lo que yo deseo es que cuando yo tenga un hijo, nazca libre.”
Así fue. Manuel tuvo un hijo con una negra esclava al que llamaron Andrés Zerquera, mi tatarabuelo.

El condecito de Brunet y mi tatarabuelo eran íntimos amigos. Jugaban juntos y de estos roces de la infancia, nació una bonita amistad que perduró en el tiempo. Luego, como Andrecito era un niño libre, los sacerdotes franciscanos del convento que estaba en la esquina de su casa, se lo llevaban para que los ayudara con sus cosas, pero como mi tatarabuelo tenía interés por el estudio, muy pronto aprendió a leer, a escribir, y así consiguió tener una cultura muy superior que la de la gente de su clase.
Cuentan que mi tatarabuelo Andrés era un gran devoto de la religión católica, y aún siendo negro, consiguió ejercer como monaguillo de la iglesia de la Santísima Trinidad.
Se casó con Andrea, una muchacha de piel blanca y ojos azules, pero quien paradójicamente había nacido esclava, pues era hija de una esclava mulata y un señor español de apellido García.
Andrés Zerquera y Andrea García fundaron una hermosa familia, y vivieron cómodamente gracias a la renta de las tierras y otras propiedades que tuvo a bien regalarle el conde de Brunet a su amigo de la infancia.
De este enlace nacieron varias hijas hembras: Gloria, Ana, La Niña, Felicia, y un varón al que llamaron Amelio. Ana y Amelio murieron de tisis. Gloria nunca se casó. Se quedó solterona pues siendo ellas mulatas de una posición social elevada, lo tenían muy difícil para encontrar esposos, pues un negro o mulato pobre no podía poner los pies en aquella casa para pedir la mano de una de ellas, y una persona blanca, era improbable que lo hiciera, por la evidente diferencia racial. Como si eso fuera poco, por aquel entonces, la población masculina en Cuba era muy inferior a la femenina, por todos los muertos de las guerras independentistas.
Andrés Zerquera y Andrea García fundaron una hermosa familia, y vivieron cómodamente gracias a la renta de las tierras y otras propiedades que tuvo a bien regalarle el conde de Brunet a su amigo de la infancia.
De este enlace nacieron varias hijas hembras: Gloria, Ana, La Niña, Felicia, y un varón al que llamaron Amelio. Ana y Amelio murieron de tisis. Gloria nunca se casó. Se quedó solterona pues siendo ellas mulatas de una posición social elevada, lo tenían muy difícil para encontrar esposos, pues un negro o mulato pobre no podía poner los pies en aquella casa para pedir la mano de una de ellas, y una persona blanca, era improbable que lo hiciera, por la evidente diferencia racial. Como si eso fuera poco, por aquel entonces, la población masculina en Cuba era muy inferior a la femenina, por todos los muertos de las guerras independentistas.


Mi bisabuela Felicia, se quedó sola cuando su prometido escapó de la isla en 1895 huyendo de la guerra. Algún tiempo después recibió una carta de su novio, quien le pedía a su familia que la dejaran a ella partir para reunirse con él, prometiendo que no la dejaría desamparada y se casaría con ella.
Para mis tatarabuelos esta fue una decisión muy dura. Dejar marchar a su hija sola en un barco, sin saber qué destino le depararía, sin haberse casado, era todo un problema. Finalmente la dejaron ir, sabiendo que estando la isla en guerra, su destino en Cuba podía ser tan aciago como navegando en busca de su amado Eligio.

Mi bisabuelo enseguida consiguió trabajo en una de las haciendas henequeneras cercanas.

Para su desgracia, cuando lo pusieron a trabajar allí como mecánico, echaron a la calle a un indio maya, quien se convirtió en su peor enemigo.


Decidieron hablar con ella y le dijeron: “Nosotros hemos visto que la niña que va a nacer es un ser especial, y queremos que nos entregues su cabeza”. Mi bisabuela no entendía nada de lo que le estaban diciendo, pero tampoco se negó a nada.
Cuando se puso de parto, esos mismos chamanes y brujas serían los encargados de atenderla durante el parto, así que la hipnotizaron, y cuando mi bisabuela despertó, ya había dado a luz, pero no tenía allí con ella a su bebita.
Los chamanes hicieron un macuto con el cuerpecito de la recién nacida y se la llevaron a sus templos sagrados, y allí le hicieron una ceremonia en virtud de la cual mi abuela se convirtió en santa de aquel lugar y de aquella gente.

Aquel indio que violó a mi bisabuela, estaba feliz al saber que aquella niña era suya. Así que no se le ocurrió mejor idea que invitar a beber a mi bisabuelo para celebrar el nacimiento de “su hija”. Y como si ya no hubiera sido todo esto lo suficientemente macabro, en su copa le echó un potente veneno que lo dejó desquiciado, enloquecido, en muy malas condiciones. Mi bisabuelo empezó a sufrir ataques de locura, se convirtió en una persona de comportamiento esquizofrénico.
Los chamanes se dieron cuenta enseguida de lo que estaba pasando, así que se pusieron manos a la obra y no pararon hasta librarlo de aquella rara enfermedad.
A la sazón, la guerra en Cuba había terminado, y mis bisabuelos soñaban con la idea de regresar a Trinidad de Cuba. Pero no les iba a ser tan fácil marcharse porque su hija, que ya tenía 5 años, era tratada como una verdadera divinidad en la tierra. Su vida era tan metódica e importante para aquella gente, que ya le habían buscado pretendiente, con quien iba a tener que casarse en cuanto cumpliera la mayoría de edad.
Finalmente mis bisabuelos terminaron robándose a su propia hija, y una madrugada se marcharon sin ser vistos. Al menos eso fue lo que intentaron hacer, pero uno de los chamanes de ese pueblo los sorprendió en plena fuga y les dijo: “Esa niña nos pertenece, y tendrá que regresar aquí algún día”. Ellos prometieron que sí, que algún día regresarían, sabiendo que no volverían jamás a pisar aquellas tierras.
Mis bisabuelos se asentaron en Trinidad, en una casona de la parte vieja de la ciudad. Compraron una casa que es la misma casa donde yo nací. Ya en Cuba tuvieron otra hija: “Carmen Pomares”, esta sí, hija legítima de mi bisabuelo.
No sé si mi bisabuelo llegó a sospechar algo, viendo las diferencias físicas evidentes entre sus dos hijas, o si se dio cuenta sólo cuando murió y ya pudo enterarse de todo desde su nueva vida de espíritu.

Desde entonces, él mismo en un momento de lucidez, decidió recluirse en el hospital psiquiátrico de la Habana. Allí murió y la familia ni siquiera pudo recuperar su cadáver.
Por su parte, mi bisabuela decidió llevar adelante con mucha fuerza de voluntad su viudez. A pesar de conservarse aún muy bien, declinó todas las proposiciones de matrimonio que le hacían incluso señores españoles.

Aún me acuerdo de mis visitas a casa de la hermana de mi abuela Carmen Pomares, a quien llamábamos Carmita, siendo yo un niño. Ella me hablaba de aquella época en que vivían de la costura. Me contaba que cobraban caro sus trabajos, así que vivían bastante cómodamente. Sin lujos, pero con comodidad.
También me contaba mi abuela que su madre era simpatizante del Partido Liberal, y que muchas veces los miembros de ese partido, para actos y otros acontecimientos políticos, le encargaban banderas cubanas, las cuales, muchas veces ella tenía que terminar en tiempo récord.
Muchas veces mi bisabuela se levantaba de la cama con fuertes jaquecas para cumplir con esos encargos que ella entendía importantes.
Como por aquella época, había tan pocos hombres en Cuba, pues habían muerto en grandes cantidades en la guerra, las amigas íntimas se prestaban entre ellas a sus esposos para que embarazaran a las demás. Tener un varón joven en la familia, era algo así como un preciado tesoro.




Cuentan que cuando mi abuela supo que estaba embarazada, ya tenía como 8 meses. Mi madre vino al mundo el 17 de julio de 1940, y sus hermanos se ocuparon prácticamente de criarla. Era la más pequeña de los hermanos, la más pequeña de los primos, etc, así que todo el mundo siempre la quiso mucho.



Dejaré la historia familiar aquí. Sólo agregaré algunas ideas que me parece no debería obviar.
Cuando mi casa se convirtió en un taller de costura, varias mujeres del barrio, amigas de mi bisabuela, se emplearon allí para hacer las tareas domésticas, como lavar, fregar, cocinar, etc, cosas que mis familiares no hacían para poder dedicarse a la costura. También era una manera de permitirles a todas aquellas mujeres que llevaran el plato de comida a sus hogares respectivos, por allá por los tiempos del machadato, ( 1925-1933) una época en la que se pasó mucha hambre en Cuba.
En aquella casa no habían hombres, y mi bisabuela estaba renuente a volver a meter otro hombre en su vida. Eran mujeres muy castas, así que no veían nada bien eso de las relaciones extramatrimoniales. Era algo que al parecer, no consentían. Por esa razón, una de esas mujeres, quien se estaba acostando con un señor, sin estar casados, se quedó embarazada, y por tal de no tener que mirar a la cara a mi bisabuela, le dijo que se iba de la casa.
Se empleó en otra casa y tuvo su hija. Años después murió dejando huérfana a su hija, quien se llamaba Evarista. Mi bisabuela fue al velatorio de aquella señora a quien consideraba su amiga, y estando allí, aquella pequeña se le prendió de la falda llorando, y le dijo: “Felicia, lléveme con usted, que yo no quiero vivir más aquí”. Mi bisabuela la trajo para su casa y allí vivió toda su vida y murió muy anciana.
Yo conocí a Evarista. Era una anciana muy cariñosa. Yo no me pregunté nunca qué hacía en mi casa. Para mí era una abuela más y no me cuestionaba nada más al respecto. Todos la queríamos con locura. Ella nunca se casó y nos quiso a todos como sus hijos y sus nietos. Era una mujer muy humilde.
De ella me acuerdo que siempre se sintió con la obligación de servir a los demás en mi casa. Recuerdo que le llevaba el desayuno a mis padres a la cama, y muchas veces me daba de almorzar, o de merendar. Recuerdo perfectamente cuando murió, y recuerdo perfectamente que pidió que la enterraran en la tierra, pues no se sentía merecedora del honor de ser enterrada en el panteón familiar. Creo que se respetó su última voluntad.
Lo cierto es que hoy en día, cuando en mi casa se realizan sesiones espiritistas y se invocan a los muertos de la familia, ella siempre es el primer espíritu que viene, porque al parecer, es la que más poder tiene en los planos espirituales, y dicen que eso se debe a su pureza de alma y a que aquí en la tierra no tuvo nada de ella. Vivió toda su vida para servir a los demás.
Hoy la vemos llegar sonriente a las misas espirituales y diciendo: “Esta es mi casa”. Y diciendo: “Pídanme a mí lo que deseen, que yo tengo mucha luz”. Yo, desde mi plano, los ayudo a todos y estoy pendiente de ustedes”.
Una noche llegó a mi casa una de esas mujeres que había servido allí. Llevaba a su pequeña en brazos y le dijo a mi bisabuela: “Felicia, te traigo a mi hija mortalmente enferma. Deseo que le des cristiana sepultura, pues yo no tengo dinero para enterrarla”.
Mi bisabuela decidió hacer con aquella niña lo que no se atrevió a hacer con su marido. Esperó que llegara la madrugada, se echó una capa encima, y así corrió hacia las afueras de la ciudad, hacia uno de esos barrios humildes donde vivían los negros descendientes de esclavos. Cuentan que en casa de una negra bruja estaba la luz encendida, y una mujer le dijo: “Venga, Felicia, que la estoy esperando”.
Aquella negra con sus poderes ancestrales le devolvió la salud a la pequeña niña, que se llamaba Graciela. Graciela, aunque no la llegué a conocer, también murió anciana en mi casa.
Mi bisabuela Felicia, un buen día dijo que no quería seguir viviendo. Su vida había sido muy dolorosa y estaba cansada de todo, así que dejó de comer y murió.
Posiblemente desde entonces, vino a vivir, o a pasarse largas temporadas en mi casa la madre de mi abuelo, Luisa Miranda, otro de los personajes de mi familia. Todos sus hermanos varones murieron en la guerra, y ella era una mujer curtida en ese ambiente. Con ella sí que la vida no podía. Vivió muchos años y fue un referente de aquella generación.

Teniendo yo ya cerca de 20 años, y habiendo muerto ya todos estos venerables ancianos de la familia, mi madre me dijo que fuera a visitar a Inés Zerquera, la hermana de mi abuelo Juan Bautista. Inés vivía en la Habana y estaba ya muy viejita. Tenía cerca de 90 años. Cuando llegué a aquella casa a verla, una de sus hijas me dijo: “Ella está acostada, pero pasa a su habitación”. Yo pensé que me encontraría a una mujer agonizante, pero no. Me sorprendí cuando ella se puso en pie y me invitó a pasar al salón para conversar.

Tenía la mente perdida. No era capaz de mantener en su cabeza una idea clara de quien yo era, pero para mí, que ya llevaba al historiador en las entrañas, era una verdadera suerte poder conversar con ella. Vivió aún varios años más. Era una mujer encantadora. Recuerdo que siempre me daba dinero y le decía a sus hijas que me atendieran bien y me dieran de comer.

Cuando mi abuela se enfermó de muerte, y los médicos dijeron que su fallecimiento era cuestión de días, toda la familia se preparó para lo peor. Sin embargo, pasaron semanas y meses y mi abuela no moría. Estaba ingresada en el hospital en estado de coma, pero no moría. Y no murió hasta que pasó por allí un espiritista y le dijo a la familia: “Ella tiene con ella a unos espíritus que la mantienen con vida, y no morirá hasta que no le alejen a esos seres.”
Mi familia tuvo que buscar a un brujo de las religiones africanas para que él con su poder, desprendiera a esos seres, y el alma de mi abuela pudiera al fin descansar en paz.
No hace mucho, en la sesión espiritista que se hizo en mi casa el 22 de diciembre de 2007, por primera vez vino y habló el espíritu de mi bisabuelo, es decir, Eligio Pomares. Durante años él vivió resentido con la familia. Pero al parecer, ya su alma está más tranquila y se ha acercado a nosotros sin mayores problemas. Desde entonces ha llegado a mis manos mucha información sobre el apellido Pomaret, y hace apenas 15 días he estado en París. Quiero pensar que todo esto está ocurriendo ayudado por él.
Mi abuela Fifi nos ha dicho que sí, que ella se pasa la vida allá en México, en la tierra que la vio nacer. Todos esos espíritus siguen con ella, y por eso tiene mucho poder en los planos espirituales. Los espíritus africanos que nos asisten, le llaman: “La señora”, con un poco de rintintín. Y al parecer, algunos de esos espíritus mayas hoy se ocupan de ser guías espirituales de mis hermanas y de mí mismo.
TADEO